Como le digo, de acuerdo con el mapa, por aquí
debería estar Barrueto.
¿Cuándo?
Era fines de un marzo, la media mañana brillaba mientras buscábamos, en medio
de esos espacios casi marcianos, donde comprar algo de pan fresco y queso de
cabras.
Luego de viajar horas por sobre unos roqueríos
manchados por óxidos verdes, azules o rojizos, tratando de alcanzar un
horizonte de arenas opacas, eternamente golpeado por el sol, el viento y las
heladas nocturnas, y en medio de un calor de infierno, en ese casi mediodía, encontramos
el tremendo agujero en la pampa.
Ya en el borde del mismo apareció, fantasmal,
un letrero de lata, colgado de cadenas mohosas y chirriantes: “Barrueto” y más
abajo en letras salpicadas por pedradas “pu blo minero”.
Como le
decía, si queremos pan y queso deberemos bajar hacia donde indica la flecha
pintada en el aviso, si es que en alguna parte de por allí, sea lo que sea, está
el mentado Barrueto.
Tal cual lo vio usted, sin mayor aviso, la
huella, en lo que se va transformado el
camino, se sumerge en una larga bajada en espiral hacia la izquierda. Es un
largo caracol de grava suelta, que más que salpicada de rocas, rellena los
espacios que hay entre éstas. Cada arista, cada prisma, o vértice, es una garra
ciega buscando algo que herir. Le da
igual sean pies, ruedas, o pezuñas.
Ya se dio cuenta lo larga que es la bajada, siempre
girando como un remolino terroso.
Allá,
al fondo del enorme cráter, se agazapan las cubiertas oxidadas de las chozas de
Barrueto. Justo al centro de todo eso trata de esconderse, entre la semibruma
que es el sol a través de los granos de tierra que flotan en el mediodía, una
plaza más triste y seca, si se puede, que los ríos de polvo calcinado que son
las calles del pueblo.
Ya en el poblado, lugar de silencios
abrumadores, no se verá gente alguna, solo sombras y alguna mancha de luz; solo
muy de vez en cuando cruza por allí algo como un vientecillo fantasmal, o el
reflejo de un espejismo cruzando de las sombras a la luz, que semeja un arriero
y alguna mula, o una viejecilla arrastrando su antiquísimo luto.
Barrueto no es más que un profundo hoyo en
medio del desierto. El mismo lugar lo es; la mayor parte es una ruina repetida,
y ampliada, de adobes oscurecidos por miles de soles y desgastados por alguna
lluvia que equivocara el rumbo en el pasado no tan reciente. En algunos muros,
con cal y algo de barro, se ha intentado, inútilmente, cubrir las cicatrices.
Solo que la inercia del tiempo ha ganado. Ni un pozo, cisterna, o acequia. Solo
polvo, piedras, y adobes en el suelo.
Barrueto, ya se dio cuenta, es un pueblo
minero. Su gente va por debajo de la tierra como esos gusanos manchados de
negros que horadan las cajas en el cementerio, solo que los habitantes de este
pueblo van sucios de hollín de velas y carburo. Esos andrajos caminantes
escavan largas y estrechas galerías como las termitas en los troncos de
los árboles muertos de la plaza, para hallar apenas unos pedruscos pintados de
verde/cobre, y con ellos algo de vino y menos pan.
También de vez en cuando encuentran el tiempo
de la siesta larga.
En Barrueto el día dura menos que en otros
lugares: la luz tarda en bajar hasta la hondura de sus calles. Claro que
alumbra primero los retorcidos restos de árboles, que como manos muertas
escapando desde el suelo, se alzan contra el borde poniente del hoyo en donde
yace el pueblo. Luego, ya casi a media tarde, la luz abruma al cementerio, que
está al oriente de todo, y se queda allí entre flores de papel y o de lata.
Pues
ya sabe que Barrueto es un pueblo subterráneo. Vive bajo las raíces,
largas como hilachas, que cuelgan desde los flacuchentos arbustos que se crían
a la buena del sol por lo que fueran los patios y calles.
En Barrueto hace siglos que no llueve.
Por las calles, o patios, de Barrueto no se
ven niños, ni mujeres, menos muchachas y ancianas; hay solo un rumor de
rosarios a media voz que se adivina por los portones de lo que fue la Iglesia.
Allí, frente de la plaza y al lado del cuartelillo en donde alguna vez dormitaba
un desaliñado policía, hubo un odeón y unos escaños. Esto es a la caída del
sol, pues ya de tarde oscura, algún golpear de vasos, o aletear de naipes,
espantan el mutismo de las sombras que rodean la plaza. Ya más de noche, desde los
boquetes negros que parecen ser puertas, brotan, furtivas, manchas
amarillentas.
Y también esos silenciosos pájaros que son
parte de paisaje de la noche.
Tal cual se lo digo, ¿o no lo he dicho? tras
la iglesia, entre hojas secas de maíz y mazorcas colgado de los horcones
ahumados y terrosos, en donde unos arañas flacas y color tierra trataban de
cazar algo inconfesable, una viejecilla del mismo color de los adobes del
pueblo, nos vendió, a precios de oro, unos panes duros y un queso mucho más viejo
que ella misma. Y unos tragos de agua del pozo que dijo era el único del
pueblo.
Como le digo, según los mapas, en este lugar
debiera estar Barrueto. Ahora ya es
fines de marzo; en la media mañana usted
busca algo de pan y queso, montado en ese tremendo camión, que no sé cómo llegó
hasta acá.
Aquí abajo hay solo unas ruinas bajo techos
oxidados y sobre nosotros estos esqueletos de árboles muertos hace siglos.
Al
igual que nosotros mismos.